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Gertrudis Gomez de Avellaneda |
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Uribarriko eliza |
Gertrudis Gomez de Avellaneda Arteaga poetisa
kubatar-espainiarra izan nuen idazgaia aurreko batean eta agindu nuen beste ekarpean
batean Santa Agedan 1857ko abuztuan egon zen bitarteko haren ekarpen literarioaren
lagintxo bat ekarriko nuela txoko honetara. Eta gaurkoan bete nahi dut
agindutakoa. Goazen, bada. Bi izango dira: poema bat eta ipuin (legenda) bat.
Aurrenekoari, “Paisaje guipuzcoano”
tituluarekin ohartxo bat jarri zion
Avellanedak: "Esta composicion fue hecha por la autora yendo a visitar,
a pie, con su marido, la ermita de Nuestra Señora de la Esperanza, en Uribarri,
desde los baños de Santa Agueda” (1) Aurreko ekarpenenan nioen bezala Gertrudisen
senarra, Domingo Verdugo politiko eta militarra zen. Irakur dezagun, beraz, poema, Uribarriko elizara egindako bidaian sortua:
Suspende, mi
caro amigo,
tus pasos por un instante:
no está la ermita distante,
y apenas las cinco son.
Ven a admirar bajo el toldo
de aquellos verdes ramajes
los pintorescos paisajes
de esta encantada región.
Mira a tus pies ese río,
cuyas herbosas orillas
millones de florecillas
cubren, difundiendo olor;
y desde el borde escarpado
oye las mansas corrientes
deslizarse transparentes
con soñoliento rumor.
Hileras de álamos blancos,
que el hondo cauce sombrean,
sus altas copas cimbrean
del viento al soplo fugaz;
mientras pescan silenciosos,
con luengas cañas y anzuelos,
dos vigorosos chicuelos
de viva y morena faz.
Mira en torno cual se extienden
cuadros de trigos dorados,
por ricas franjas cortados
de verde-oscuro maíz;
y esos tan varios helechos
fieles hijos de las
sombras
que prestan al bosque alfombras
de primoroso matiz.
¿Ves allá los caseríos
que siembran el valle
a trechos
levantar sus rojos techos
de entre el verde castañar?
¿Ves cuál visten sus paredes
de parra lindos festones,
y cómo van los gorriones
sus racimos a picar?
Mas que ya las chimeneas
despiden humo, repara,
anunciando se prepara
la cena del segador;
y a las vacas lentamente
mira bajar de esos cerros,
llamando con sus cencerros
al perezoso pastor.
Mas, ¡oh, ve! también desciende,
saltando por entre breñas,
turba de niñas risueñas
que acá parece venir.
Sí; no hay duda, ramilletes
nos ofrecen con empeño...
¿Comprendes tú, caro dueño,
lo que nos quieren decir?
¡Ah!, sabe que esos perfumes,
que rinden cual homenaje,
solo son mudo lenguaje
de un triste y constante afán;
pues con rara poesía
el mendigo guipuzcoano,
cubre de flores la mano
que tiende pidiendo pan.
Acepta al punto, ¡querido!
¿quién hay que negarse pueda
a cambiar una moneda
por cada hermoso clavel?
Venid, niñas, cada tarde;
yo en el trueque me intereso,
y si al ramo unís un beso
garante os salgo de él.
¡Pero no entienden!... ¡Se alejan!
Mira por esos barrancos
saltar, desnudos y blancos,
sus breves y lindos pies...
Se detienen, se sonríen
viendo en mi pecho sus ramos,
y ligeras como gamos
desaparecen después.
Mientras tanto las montañas
sus picachos desiguales
van envolviendo en cendales
de gualda, azul y arrebol,
y en su carro majestuoso
surcando el tibio
occidente
hunde a su espalda la frente,
cansado de vida, el sol.
A su postrera mirada
y a su postrera sonrisa,
suspiros vuelve la brisa,
perfumes vuelve la flor,
y llanto puro los cielos
vierten en el valle umbrío,
que lo convierte en rocío
de delicioso frescor.
¡Oh, mira! Ya por las faldas,
que cubren altos castaños,
bajando van los rebaños
para acogerse al redil...
Ya los niños sus anzuelos
han recogido y su pesca,
y se van armando gresca
con regocijo infantil.
Oso poema polita iruditu zait, Uribarriko Santutxoren ondoan sortua. Zenbat gauza eder idatzi da Arrasatez -hizkuntza desberdinetan- eta zer gutxi dakigu haietaz!
Bigarren
lan literarioa, ziurrenik Aramaiora
egindako bisitan
sortutakoa da. Avellanedaren eskutitzen arabera, badirudi Aramaioko Bainu Etxean ere
egon zela zenbait egunez, urak hartzen (2). Gomez de Avellaneda andrea euskal
jatorrikoa zen eta bere literaturan horren testigantza uzten du nahiko madu zabalean. Ondoko
ipuinean, Aramaion entzungo zuen legenda baten bertsio literarioa da. “La dama de
Amboto”
“Conocéis, queridos lectores, las pintorescas Provincias
Vascongadas? Y si tenéis esa dicha, ¿recordáis la elevadísima peña llamada
Amboto, que sirve de corona a la montaña de Echaguen? ¡Oh! de seguro os
llamaría la atención esa singularidad de tener la cima un nombre diferente al
de la montaña de que forma parte. Pues bien, yo voy a contaros la dramática
historia que prestó fundamento a la mencionada rareza.
Sabed que existía en aquella altura, hace ya
mucho tiempo — la tradición no determina más — un soberbio castillo,
perteneciente a la ilustre familia de los Urracas. El penúltimo señor de
aquella antigua casa solariega tuvo de su primer matrimonio una hija única,
notablemente bella, que fue llamada María; y a quien durante diez años
consideraron todos como feliz heredera de los ricos dominios patrimoniales.
Sucedió, empero, que un segundo himeneo
inesperado la dio — al cabo de dicho tiempo — robusto y hermosísimo hermano,
cuya venida al mundo anuló por completo los derechos de María; porque, según
las condiciones de los bienes vinculados en aquella familia, sólo por falta de
sucesión masculina podían recaer aquéllos en una hembra.
Tal era el espíritu de la época de que hablamos:
el sexo menos fuerte era desheredado sin piedad, y muchas veces se le condenaba
a la perpetua clausura de un monasterio, para que el varonil representante de
la casa no tuviera ni aun el cuidado de proporcionarle aceptable colocación o
módicos alimentos.
María Urraca no fue, al menos, compelida a
semejante sacrificio; pues, si la quiso mucho su buen padre, aun obtuvo más
entrañable afecto del hermano que plugo al cielo darla, y que — a los diez y
siete años, en que perdió a los autores de su vida, — se vio dueño de
considerable fortuna y jefe de la familia.
Era, además, el joven D. Pedro persona simpática
y amabilísima, que merecía en todos conceptos primer lugar en el corazón de
María; pero la voz pública censuraba a ésta como un tanto esquiva y uraña,
siendo indudable que el carácter melancólico de la hermosa dama la constituía
en voluntario aislamiento, aunque viviendo al lado de un deferente y cariñoso
hermano.
A querer dejarlo, se hubiera establecido tomando
esposo, que no podía faltarle, siendo — como era — gallardísima y virtuosa;
pero iba a cumplir veinte y ocho años, sin que jamás se la sospechara
preferencia por ninguno de sus pretendienses; ya fuese por no haber entre ellos
quien satisfaciera su ambición, que aspirase a más altura; ya porque en su orgullo
desmedido nada le bastase sin la independencia y el señorío por derecho propio,
para que se consideraba nacida.
De todos modos, parecía evidente que María de
Urraca se rebelaba en su interior contra la injusticia de los privilegios
concedidos al sexo varonil, y que depender de un hermano menor, o de un marido
vulgar, eran para ella — llamada por el cielo a ser libre y poderosa —
igualmente difícil y humillante. Tanto era así, que su melancolía y
displicencia no tardó en convertirse en amargura y aspereza; por manera que se
consideró un triunfo de D. Pedro el que lograse alcanzar — cierto día — se
prestase a tomar parte la misantrópica beldad en una alegre batida, en que le
acompañaban varios nobles amigos.
Lucía serena una mañana de otoño, cuando los
sones de las cornamusas y trompetas anunciaron a los habitantes del valle la
salida de los ilustres cazadores, y rápidamente se agolpó curiosa multitud para
contemplar la brillante cabalgata; en cuyo centro descollaban el joven
caballero D. Pedro y su bella hermana María, rigiendo el primero — a fuerza de
destreza — fogoso corcel de color de ébano, la otra blanco palafrén, dócil a su
mano delicada.
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Etxaguen eta, hondoan, Anboto |
Tiempo hacia que no brillaba en el perfecto
semblante de la noble doncella la viva animación que entonces la hermoseaba;
pero al admirarla, no era posible dejar de sentir que había algo de febril en
la mirada fulgurante de sus grandes ojos pardos, algo de siniestro en la
expresión extraordinaria, de su fisonomía encantadora.
La batida comienza felizmente: pronto el valor y
la habilidad de los monteros se ostenta con numerosos hechos; pero ninguno
merece tanto aplauso como el de haber sido herido mortalmente por la diestra de
la bella cazadora un jabalí corpulento. En medio de los vítores que resuenan
por todas partes, reúne el animal el resto de sus fuerzas y se lanza por entre
las breñas, dejando en su carrera ancho surco de sangre. Veloz le sigue su
perseguidora, y queriendo D. Pedro dejarle íntegros los honores del triunfo
sobre aquel enemigo ya casi moribundo, manda a la comitiva que se detenga,
corriendo él solo en seguimiento de la denodada amazona.
Pero ¿adónde se dirige ésta? Su blanco caballo —
como poseído por el frenético demonio que hizo entrar en el cuerpo del de
Angélica el nigromante que nos pinta Ariosto — parece rebelarse contra la
hermosa mano que hasta aquel instante ha respetado sumiso, y trepando peñas,
salvando precipicios, se pierde pronto de vista entre los vericuetos y
barrancos.
Don Pedro, sin embargo, corre siempre en pos de
su querida María, y desaparece, como ella, ante la asustada comitiva, que ha
contemplado con asombro aquella carrera singular.
En el mismo instante, y por fatal coincidencia,
horrible tempestad se desata repentinamente.
El firmamento se cubre de negros nubarrones, que
envuelven en sus densos pliegues las cimas de las montañas; cruzan entre ellas
los relámpagos como serpientes de fuego; retiemblan seculares árboles al rudo
impulso del viento silbador; retumba pavoroso el trueno por los montes y los
valles, y todos huyen despavoridos, buscando albergue que los defienda de
aquellas iras del cielo.
Las gentes del castillo vuelven a entrar en él
desordenadamente, creyendo que hallarán allí a sus señores, pues suponen se les
habrán adelantado; pero no es así. Salen entonces en busca suya los más adictos
sirvientes, a pesar de lo horrible de la tempestad, que continúa, y todos los
demás aguardan inquietos una hora y otra hora ¡En balde! — La noche cubre la
tierra con sus profundas sombras, y aún no ha vuelto el querido D. Pedro al
alcázar de sus mayores.
María llega entonces — sola y desmelenada — a
aquellos nobles umbrales; bastando ver la palidez de su frente y el extravío de
su mirada, para inferir la catástrofe que confirman después sus balbucientes
labios. |Sí! no puede quedar duda. El joven caballero ha sido precipitado por
su corcel impetuoso en un profundísimo barranco, a cuyo borde tenía que caminar
algún trecho para llegar al castillo, por el escabroso sendero que había tomado
con su hermana.
AI día siguiente fue sacado del abismo el
sangriento cadáver, y — ¡cosa extraña! — se vio que el caballo tenía traspasado
el pecho por un largo venablo.
Esta circunstancia inexplicable dio que hablar a
las gentes muchos días; pero luego la atención general se fijó únicamente en la
hermosa heredera del difunto, que no tarda en verse asediada por encumbrados
adoradores.
Poseedora de los pingües dominios de una familia
opulenta, de la que quedaba siendo único vástago; en la flor de la edad;
radiante de belleza; cercada de homenajes; ostentando a su placer el fausto que
convenía a su rango; María de Urraca mira al fin realizados los ensueños
delirantes que constituyeron quizá su secreto martirio. ¿Por qué, pues, no
vuelven las rosas a sus pálidas mejillas? ¿Por qué ha desaparecido para siempre
de sus labios la sonrisa del placer, y de sus brillantes ojos la tranquila
mirada de la inocencia feliz? Misteriosa enfermedad devora sin duda aquella
juvenil vida... pero en vano se consulta a los más célebres médicos de Álava,
de Guipúzcoa y de Vizcaya; la ciencia es impotente contra un mal desconocido.
Nada se logra tampoco con los banquetes
suntuosos; nada con las diversiones que se llaman, aún no concluido el duelo,
al castillo de la montaña. María, que parece apetecerlas con febril avidez, no
alcanza nunca a gozarlas. A lo mejor, en medio de los festines y saraos, cubre
sombría nube la soberbia frente de la bella castellana; se contraen sus labios;
se turba su mirada; recorre sus miembros inexplicable temblor y aun hay quien
asegura que suele extender las manos con un grito de espanto, como si rechazase
algún objeto horrible, que viniera a perseguirla en el seno mismo de la
felicidad.
Sucede también que pasa muchos días sin querer
recibir a nadie, esquivando aquellas mismas distracciones que busca otras veces
afanosa. Y ¿qué es lo que hace la joven en sus días de soledad? En vano fuera
preguntárselo a nadie: sus sirvientes callan consternados, y todo lo que pueden
alcanzar la curiosidad o el interés afectuoso, es la observación de que —
después de tales días — la aureola cárdena que se dibuja con frecuencia en
torno de los ojos de María, se presenta más oscura y profunda; que su
enflaquecimiento se ha hecho más notable; más torva su mirada; más penosa su
respiración; más frecuentes sus estremecimientos convulsivos.
Los pretendientes no desmayan, sin embargo.
¡Puede el amor obrar tantos prodigios! La extraña enfermedad que consume a
María quizá se calme y se disipe entre los goces de un dichoso himeneo. Con
esta esperanza halagüeña, redoblan atenciones, acumulan obsequios, prodigan
ternezas y suspiros los aspirantes a su mano. Mas ¡ay! cuando principian a
creer va a decidirse al cabo la elección de la dama, amanece, desgraciadamente
para ellos, un día solemne y memorable: el del triste aniversario de la muerte
de D. Pedro.
Los criados del castillo se han vestido de luto;
las misas y las preces no han cesado en la capilla. María, sin embargo, ha
permanecido en su alcoba, más postrada y desfallecida que nunca. Luego, al
tender su triste manto la noche, el venerable capellán y toda la servidumbre se
reúnen para rezar por el malogrado caballero, en el mismo recinto en que lo
esperaron largas horas inútilmente; en el mismo en que vieron aparecer sola a
la afligida hermana, nuncio fatal de la horrorosa desgracia.
Los fieles servidores hacen llorando triste conmemoración
de aquel momento supremo, cuando de repente se abre con estrépito la puerta del
aposento de María, y ella se precipita en la sala, pálida, trémula,
despavorida, como un año antes, en aquella misma hora.
No anuncia esta vez una muerte; pero pide auxilio
contra un alucinamiento pavoroso. La insensata se cree perseguida por aquel
mismo que dejó de existir en tal noche como ésta.
— ¿No le veis? ¿No le veis?
grita desatentada.
— Se ha levantado sangriento del fondo del abismo, y corre
cabalgando en su corcel negro, cuyo pecho atraviesa de parte a parte el agudo
venablo. Sin embargo, el golpe fue certero; yo le vi rodar con el jinete, y oí
aquel grito, que retumbó largamente en las negras entrañas del precipicio. ¿Qué
me quiere, pues, ese fantasma? ¿Cómo vuelve a saltar aquella sangre odiada,
para salpicar mi frente, caliente y espumosa todavía? ¡Miradlo! El corcel
maldito se viene sobre mí el sangriento jinete tiende los brazos para asirme y
llevarme consigo a su tenebrosa tumba.
— ¡No! ¡No! ¡No!
Gritando así se lanza la Urraca fuera de las
puertas del castillo, y apenas puede seguirla en su delirante carrera la
aterrorizada servidumbre. La tempestad bramaba como en la horrenda noche de la
catástrofe; el cielo se deshacía en centellas; pero ella corría sin cesar,
corría huyendo del jinete sangriento, cuyo corcel negro, traspasado por un
venablo, corría también, persiguiéndola.
¡Ah! la desventurada, en su locura y en medio de
la lobreguez, no sabe qué camino sigue; mas de repente se para, lanzando un
grito, que retumba pavoroso. Lo han devuelto los ecos del abismo, a cuyo borde
se halla, como empujada — a pesar suyo — por invisible mano.
- ¡Aquí fue! — exclama entonces con el cabello
erizado sobre la lívida frente, que ilumina un relámpago.
En el mismo instante parece que el fantástico
caballo lanza sobre ella al jinete amenazador, y la pobre María, cuya
enajenación mental llega al último extremo, se arroja — por librarse de él — al
fondo del precipicio.
A la mañana siguiente, a la misma hora en que fue
sacado de la negra sima, hecho pedazos, el cadáver de D. Pedro, fue sacado
también el de su hermana, no menos sangriento y desfigurado; pero el pueblo se
amotinó para pedir que no descansasen en una misma tumba. Veía, con su
maravilloso instinto, la justicia del cielo, en un suceso en que todavía los
nobles amigos de la Urraca sólo querían reconocer el efecto casual de lastimosa
locura.
La tenaz resistencia que se intentó oponer a la
pública opinión no sirvió más que para exaltar los ánimos, y la cólera popular
demolió furiosamente el castillo, sin dejar piedra sobre piedra.
Desde entonces la peña que corona el monte
Echaguen — en que aquél existió — fue llamada Amboto, que significa — traducido
literalmente — allí arrojar; porque en el vascuence casi no se conoce de los
verbos sino el infinitivo. Atendiendo a ello, la palabra Amboto tiene su
verdadera versión en la frase: — de allí fue arrojada. Desde entonces, añade
también la tradición, el alma de la fratricida vaga errante por las hondas
entrañas del abismo, saliendo sólo para anunciar desastres.
Los días en que la cumbre de la montaña aparece
envuelta en densos nubarrones, los pastores retiran sus rebaños, los labriegos
se acogen al caserío abandonando las campestres faenas, y los marineros se
guardan bien de dejar el puerto para confiarse a las olas porque es fama que
por tales signos se conoce que la dama de Amboto se ha escapado de su tumba y
anda por ahí, presagiando desgracias.
FIN DE LA DAMA DE AMBOTO (Tradición Vasca)
Gertrudis Gomez de Avellaneda"
(1) LA
ESFERICIDAD DEL PAPEL: GERTRUDIS GOMEZ DE AVELLANEDA, LA CONDESA DE MERLIN, Y
LA LITERATURA DE VIAJES (Raul Llanes. Miami University. Oxford-Ohio)
(2) LOS RELATOS
DE VIAJE DE GERTRUDIS GÓMEZ DE
AVELLANEDA (Ángeles Ezama
Gil. Universidad de Zaragoza)
Gehiago Gertrudis Gomez de Avellaneda eta Santa Agedari buruz
Argazkiak: JMVM